Agito el mate, sacudo el polvillo y comienzo a buscar que la yerba dibuje una pendiente. Espanto una mosca, espío el cielo y corroboro que sigue nublado. Le pongo agua al mate e imagino una mateada entre Aureliano Buendía y Horacio. Despabila mis alucinaciones el zumbido de la mosca, pongo música, busco el sol en la ventana. Mi investigación se ve frustrada cuando me veo obligado a ahuyentar, resignadamente, a la mosca que se ha posado en mi cabeza.
Vierto agua sobre la bombilla para que no se lave, como me enseñó mi viejo. Descorcha un vino, corta un salame picado grueso y me dice que hay que disfrutar: “mira que es corta” dice. La mosca evapora el vino y desaparece el picado grueso. Ahora descansa en mi mano. Un pensamiento descabellado me invade. Sigilosamente levanto mi mano izquierda y golpeo sobre la derecha.
Incrédulo miro el alado cadáver en la mesa. Apago la música, sebo otro mate y vuelvo a mi investigación, creo que allá a lo lejos, las nubes empiezan a ceder.