lunes, 6 de septiembre de 2010

Arqueología de la libertad

Jean Paúl Sartre no era a mi ojos más que un ser moribundo filosófica y físicamente. Siempre consideré su escritos como parte de una pieza de museo, sus ultimas entrevistas no hacían más que corroborarlo. Decían que estaba senil, que estaba pagando la multa por sus excesos, que no eran pocos. Más de un buitre aprovechaba esta senilidad, haciéndole entrevistas que lo exponían al ridículo, como si quisieran cobrarle algún otro exceso. Uno imperdonable.
La hostilidad de Simone de Beauvoir fue aquello que encontré al llegar a la casa de la rue Rennes. Me guió hasta la habitación. Un tubo de oxigeno asistía a Sartre, susurrándole al oído le comunicó mi presencia. Se retiró luego de pedirme, resignadamente, que no publique la entrevista. La puerta se cerró. Abrió los ojos y se incorporó sobre la cama. Mi primera pregunta encontró una respuesta que no la respondía, mas no se trato de un acto de senilidad.
Su vida comenzó a ser contada por su voz, delgada, semejando la voz en off de una película que parecía querer proyectar en un papel sobre su regazo, plegándolo pausada e ininterrumpidamente. Su paso por el comunismo, su ruptura tras "el fantasma de Stalin", su postura en la guerra de Argelia, el rechazo del novel, sus prólogos incendiaros; todo formaba parte del guión. En rigor no se trataba de nada novedoso, yo manejaba esos datos, pero su relato alumbró sobre aquello que permanecía oscuro, la causa de su condena eterna. Lo imperdonable no era que "siempre estaba en el lugar equivocado", era que lo escogía. Sartre siempre optó por dar otro mordisco a la manzana. El barro no fue su condena, fue su elección, el fundamento de su existencia. Contemplando desde la ventana la tormenta de mi tiempo vi un hombre situado en ella.
La película comenzaba a transitar sus ultimas escenas, su voz progresivamente se desnutría. Comencé a preguntarme que sería de lo que quedamos vivos sin él. Me conquistó la sensación de que solo un mundo peor puede resultar ante tamaña ausencia ¿Qué será de nosotros sin esos tipos que nos emocionan? Que involuntariamente lo hacen. Que con desdén, con severidad, nos muestran que es expuestos a las inclemencias del tiempo donde padecemos desgarros, angustias, sufrimientos, amores y jadeos. Esos tipos que eligen estar allí donde existimos. Había encontrado la evidencia. Abruptamente fui hablado por un sentimiento:"No se vaya". Su relato se apagó, sonrió, cortó el papel donde la película había tenido lugar y me dio un retaso: "por favor, sea breve", decía. Se recostó, dos gardenias, que parecían ofuscarlo, perfumaban la habitación. Cuando me retiraba, convencida de que el resultado del encuentro era una serie de divagues de un hombre moribundo, Simone volvió a solicitar que no publique la entrevista. 
La lluvia cae en soledad, rayos y relámpagos no encuentran quien los desafíe. Pero ni la tormenta, ni la derrota desdibujan la huella empeñada en testimoniar: el pecaminoso error de la libertad existe.

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